Contra el patriarcado y el cuerdismo: la revolución será feminista o no será.

Por Sara Nieves Fernández

 

No creo que exista en el mundo muchas mujeres que se hayan podido escapar a lo largo de su vida, de haber recibido el tan malinterpretado apelativo de “loca”. Esa loca que no sabe lo que quiere, que va por la vida como pollo sin cabeza, inadecuada.

Desde la cultura dominante, llamémosla patriarcal, pero también neoliberal, heteronormativa, androcentrista, biomédica, desigual e hiperproductiva, las mujeres que nos salimos siempre de la norma hemos sido llamadas intensas, maniacas, locas, en definitiva, unas histéricas.

Ya desde bien pequeñas, nacemos con la cantinela de que tenemos cierta tendencia a la locura; los textos históricos están llenos de mujeres que se les fue la olla. Desde Juana la loca, pasando por Kate Millett, hasta Britney Spears.

Las que nos cabreamos mucho, las que queremos disfrutar, las que gritamos cuando algo nos emociona, las que nos mostramos irascibles, las que decidimos no ser madres o las que vamos cambiando de amantes. Todas nosotras hemos sido unas “colgadas” para los que nos miran desde fuera.

Obviamente, muchas de nosotras desafiamos la estructura hegemónica de este mundo de opresiones, a veces por el siempre hecho de la manera que tenemos de mirarlo y de cómo nos comportamos en él, pasamos a ser una desquiciadas. Ya lo decía Clarissa Pínkola en su libro Mujeres que corren con los lobos: «Ser nosotros mismos hace que acabemos exilados por muchos otros. Sin embargo, cumplir con lo que otros quieren nos causa exiliarnos de nosotros mismos».

Esto nos deja a todas, pero sobre todo a las mujeres psquiatrizadas, en una situación de vulnerabilidad absoluta. En esta sociedad el apellido de loca hace que directamente te conviertas en alguien con menos valor; nos desacredita a nosotras, a nuestras opiniones, nuestra propia identidad despojada e incluso a nuestro trabajo.

Pero no es casualidad, está todo perfectamente hilado. Es muy útil para determinados grupos sociales privilegiados (y ciertos modelos médicos que son, además, los que escriben la historia), desacreditar a personas que rompen filas y alzan su voz. Nos encontramos ante un problema que es estructural, que nos atraviesa de una manera voraz y de la que es muy difícil escapar, pero no imposible.

Cuando escuchamos a las mujeres con las que trabajamos explicar cómo funciona su sufrimiento, el fácil vislumbrar todo lo que se ha de comprender sobre su locura, no hace falta más. Y entonces me asaltan muchas dudas sobre cómo es posible que nos resulte tan complicado hacerles un hueco a sus narrativas, a su sufrimiento, a sus dolores, a sus ansiedades.

A muchas de nosotras nos duele el género. Nos duele el estereotipo de ser mujer, nos duele pensar lo que la sociedad espera de nosotras: ser madres, esposas, entrar en una talla 38, ponerle la zancadilla al paso del tiempo, cubrirte las canas, las arrugas. Nos duele pensar que no encajamos, que no estamos a la altura, que no vamos a llegar, que nos quedamos fuera. Nos duele el amor romántico y cómo nos hemos construido en torno a él.

Existe una gran lucha desde el propio feminismo para hacer visibles las secuelas de todas las violencias machistas estructurales recibidas, aquellas que se ven y aquellas que están instauradas como una enredadera en nuestro imaginario colectivo, invisibles, pero igual de dañinas. Saber cómo afectan a nuestra salud mental, qué secuelas pueden ser prolongadas y sostenidas a lo largo del tiempo (que se pueden traducir en enfermedades mentales) debe ser un compromiso adquirido para todas las personas que nos dedicamos a trabajar con aquellas que padecen sufrimiento.

Es el momento pues, amigas y aliados feministas que hagamos una revisión de nuestro cuerdismo. El cuerdismo, para quien no lo sepa, describe la opresión y la discriminación sobre una condición mental concreta o supuesta de una persona. Nos miramos constantemente y repensamos nuestras conductas estigmatizadoras, racistas, clasistas y todo aquello que detectamos que puede ser poco responsable en nuestra tarea como profesionales de la salud. Pero parece que al cuerdismo analizado desde una perspectiva de género nunca le llega la hora.

Nos reinventamos también cada día como feministas: nos formamos, nos reconocemos en la otra desde la sororidad, los hombres desconstruyen poco a poco sus privilegios, ponemos todos nuestros esfuerzos para llevar a cabo actividades grupales, comunitarias y de la índole que sea para poder acercar los recursos a las mujeres. Pero parece que, a pesar de todo, no es suficiente.

Para saber qué oprime a las mujeres psquiatrizadas y qué precisan, hay que parar, acompañar, preguntar y, sobre todo, escuchar. Esto es tan sorprendemente obvio que deberíamos de repetírnoslo a modo de mantra, como un principio inalterable: nadie sabe mejor qué es lo que necesita que la persona protagonista de su propia historia de vida. Repensemos nuestro feminismo mainstream, queridos compañeros y compañeras. No nos queda otra.

 

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Contra el patriarcado y el cuerdismo: la revolución será feminista o no será.

Por Sara Nieves Fernández

 

No creo que exista en el mundo muchas mujeres que se hayan podido escapar a lo largo de su vida, de haber recibido el tan malinterpretado apelativo de “loca”. Esa loca que no sabe lo que quiere, que va por la vida como pollo sin cabeza, inadecuada.

Desde la cultura dominante, llamémosla patriarcal, pero también neoliberal, heteronormativa, androcentrista, biomédica, desigual e hiperproductiva, las mujeres que nos salimos siempre de la norma hemos sido llamadas intensas, maniacas, locas, en definitiva, unas histéricas.

Ya desde bien pequeñas, nacemos con la cantinela de que tenemos cierta tendencia a la locura; los textos históricos están llenos de mujeres que se les fue la olla. Desde Juana la loca, pasando por Kate Millett, hasta Britney Spears.

Las que nos cabreamos mucho, las que queremos disfrutar, las que gritamos cuando algo nos emociona, las que nos mostramos irascibles, las que decidimos no ser madres o las que vamos cambiando de amantes. Todas nosotras hemos sido unas “colgadas” para los que nos miran desde fuera.

Obviamente, muchas de nosotras desafiamos la estructura hegemónica de este mundo de opresiones, a veces por el siempre hecho de la manera que tenemos de mirarlo y de cómo nos comportamos en él, pasamos a ser una desquiciadas. Ya lo decía Clarissa Pínkola en su libro Mujeres que corren con los lobos: «Ser nosotros mismos hace que acabemos exilados por muchos otros. Sin embargo, cumplir con lo que otros quieren nos causa exiliarnos de nosotros mismos».

Esto nos deja a todas, pero sobre todo a las mujeres psquiatrizadas, en una situación de vulnerabilidad absoluta. En esta sociedad el apellido de loca hace que directamente te conviertas en alguien con menos valor; nos desacredita a nosotras, a nuestras opiniones, nuestra propia identidad despojada e incluso a nuestro trabajo.

Pero no es casualidad, está todo perfectamente hilado. Es muy útil para determinados grupos sociales privilegiados (y ciertos modelos médicos que son, además, los que escriben la historia), desacreditar a personas que rompen filas y alzan su voz. Nos encontramos ante un problema que es estructural, que nos atraviesa de una manera voraz y de la que es muy difícil escapar, pero no imposible.

Cuando escuchamos a las mujeres con las que trabajamos explicar cómo funciona su sufrimiento, el fácil vislumbrar todo lo que se ha de comprender sobre su locura, no hace falta más. Y entonces me asaltan muchas dudas sobre cómo es posible que nos resulte tan complicado hacerles un hueco a sus narrativas, a su sufrimiento, a sus dolores, a sus ansiedades.

A muchas de nosotras nos duele el género. Nos duele el estereotipo de ser mujer, nos duele pensar lo que la sociedad espera de nosotras: ser madres, esposas, entrar en una talla 38, ponerle la zancadilla al paso del tiempo, cubrirte las canas, las arrugas. Nos duele pensar que no encajamos, que no estamos a la altura, que no vamos a llegar, que nos quedamos fuera. Nos duele el amor romántico y cómo nos hemos construido en torno a él.

Existe una gran lucha desde el propio feminismo para hacer visibles las secuelas de todas las violencias machistas estructurales recibidas, aquellas que se ven y aquellas que están instauradas como una enredadera en nuestro imaginario colectivo, invisibles, pero igual de dañinas. Saber cómo afectan a nuestra salud mental, qué secuelas pueden ser prolongadas y sostenidas a lo largo del tiempo (que se pueden traducir en enfermedades mentales) debe ser un compromiso adquirido para todas las personas que nos dedicamos a trabajar con aquellas que padecen sufrimiento.

Es el momento pues, amigas y aliados feministas que hagamos una revisión de nuestro cuerdismo. El cuerdismo, para quien no lo sepa, describe la opresión y la discriminación sobre una condición mental concreta o supuesta de una persona. Nos miramos constantemente y repensamos nuestras conductas estigmatizadoras, racistas, clasistas y todo aquello que detectamos que puede ser poco responsable en nuestra tarea como profesionales de la salud. Pero parece que al cuerdismo analizado desde una perspectiva de género nunca le llega la hora.

Nos reinventamos también cada día como feministas: nos formamos, nos reconocemos en la otra desde la sororidad, los hombres desconstruyen poco a poco sus privilegios, ponemos todos nuestros esfuerzos para llevar a cabo actividades grupales, comunitarias y de la índole que sea para poder acercar los recursos a las mujeres. Pero parece que, a pesar de todo, no es suficiente.

Para saber qué oprime a las mujeres psquiatrizadas y qué precisan, hay que parar, acompañar, preguntar y, sobre todo, escuchar. Esto es tan sorprendemente obvio que deberíamos de repetírnoslo a modo de mantra, como un principio inalterable: nadie sabe mejor qué es lo que necesita que la persona protagonista de su propia historia de vida. Repensemos nuestro feminismo mainstream, queridos compañeros y compañeras. No nos queda otra.

 

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